lunes, 3 de enero de 2011

De la existencia como búsqueda: Pasos en Rayuela

Ya que no padecemos síndrome post-vacacional, nos volvemos al tajo sin más dilación. Y para ello, queremos rescatar un escrito nuestro (pretencioso, eso es verdad) acerca de la inolvidable novela de Cortázar. Antes de tener nuestro propio blog, que tan contentos nos tiene y tanto trabajo nos da, los compañeros de Saltando los muros y Desde el manicomio tuvieron la amabilidad de enlazar este texto y comentarlo. Se trata de una visión de la obra de Cortázar y su posible relación con la psicoterapia. Rayuela es, en nuestra opinión, eterna. Sobre la psicoterapia, ya hablaremos en alguna otra entrada...

Y a continuación, nuestro ensayo:

            Julio Cortázar, escritor argentino nacido en 1914 y afincado en París desde 1951, publicó en 1963 Rayuela. Cortázar murió en 1984 pero, por supuesto y como no podía ser de otra manera, su obra le sobrevivió. Estamos ante una novela peculiar, difícilmente clasificable, difícilmente abarcable, ajena pero a la vez extrañamente familiar. Me propongo en este trabajo realizar un recorrido sin afán de sistematización por el tablero de Rayuela, un recorrido desde el punto de vista existencial por los personajes, las situaciones, los comentarios... Un análisis de la obra y sus relaciones posibles con la psicoterapia, que no es otra cosa que una comparación entre la narración que se construye según es leída, y según por quién es leída, y la construcción de narraciones según van siendo habladas y escuchadas, y según quiénes se hablan y se escuchan.
            Rayuela comienza con un llamado “tablero de dirección”, que marca ya desde el principio toda una declaración de intenciones: “A su manera este libro es muchos libros [...]”. Cortázar ofrece dos posibilidades de lectura: dos órdenes predeterminados de capítulos que llevan a dos libros muy similares aunque en realidad, como dice el autor, Rayuela es muchos libros, tantos como lectores, tantos como momentos de cada lector, tantos como personajes, capítulos, conversaciones, acciones e inacciones... Se plantea desde el comienzo la necesidad de la elección. Hay que optar por una de las dos posibilidades de lectura o, incluso, quebrar las reglas y remitirse al azar, pero en cualquier caso hay que decidir y, lo que es peor, la decisión debe ser tomada sin conocimiento previo, sin saber qué deparará, sin saber el destino que aguarda tras ella... Decisiones así son las que hay que tomar en la vida, las que marcan, para bien o para mal, la vida. Y este libro no es, probablemente, otra cosa que una metáfora en la que cada uno encuentra fragmentos de su propia vida. Nos sitúa ante la necesidad de elegir una acción determinada, lo cual conlleva no escoger la otra, al menos en un momento dado. Cada acción llevada a cabo provoca mil acciones que no se hicieron realidad. El universo humano construido sobre una falta inevitable, erigido sobre un deseo inalcanzable. En palabras de Cortázar: “[...] Hacer. Hacer algo, hacer el bien, hacer pis, hacer tiempo, la acción en todas sus barajas. Pero detrás de toda acción había una protesta, porque todo hacer significaba salir de para llegar a, o mover algo para que estuviera aquí y no allí, o entrar en esa casa en vez de no entrar o entrar en la de al lado, es decir que en todo acto había la admisión de una carencia, de algo no hecho todavía y que era posible hacer, la protesta tácita frente a la continua evidencia de la falta, de la merma, de la parvedad del presente. Creer que la acción podía colmar, o que la suma de las acciones podía realmente equivaler a una vida digna de este nombre, era una ilusión de moralista. Valía más renunciar, porque la renuncia a la acción era la protesta misma y no su máscara. Oliveira encendió otro cigarrillo, y su mínimo hacer lo obligó a sonreírse irónicamente y a tomarse el pelo en el acto mismo”.
            Se escoge una opción de lectura o, como en mi caso, una y a continuación la otra, y el libro resulta ser el mismo pero sólo si el lector y su momento son el mismo. En cualquier caso, se ha escogido y hay que asumir la responsabilidad de la elección y sus consecuencias. En el libro como en la vida. Pero, por suerte y ya que la memoria es frágil y existe el olvido, es posible re-visar y re-hablar las elecciones, los hechos, las emociones, es posible re-construir y co-construir lo vivido, re-pensar la realidad. Es posible, en fin, la psicoterapia.
            Mi intención es llevar a cabo este análisis a través de un cierto resumen de la novela, que considero necesario para la comprensión de las ideas que intentaré transmitir, aunque dudo de la conveniencia plena de esta opción (otra vez las opciones). Y dudo porque temo que ningún resumen hará justicia a Rayuela y, además, sólo soy capaz de resumir el libro que yo he leído... ¿Cómo poder contar lo que es, lo que sería, Rayuela para otro?. El único camino para tener una idea, aunque sólo sea vaga, sobre de qué habla Rayuela es leerla o, en cierto sentido, recorrerla.
            No obstante y a pesar de lo dicho, debo atreverme con unos comentarios acerca de lo que acontece en la novela, de los hechos y palabras que la forman, para poder desarrollar mi análisis de la misma. Siempre, por supuesto, sin dejar de recordar que hablo sobre lo que es Rayuela para mí, sobre mi particular camino a través de los trazos de Rayuela. Posiblemente no haya otra forma de hablar acerca de Rayuela, o tal vez acerca de cualquier cosa.
            La obra tiene dos partes diferenciadas. La primera se titula, de forma sugerente, “Del lado de allá”, y su acción transcurre en París, probablemente en algún momento hacia el inicio de los años 60 del pasado siglo. La segunda transcurre temporalmente a continuación de la primera y se titula, buscando cierta simetría que sólo es aparente, “Del lado de acá”. Acá para Cortazar, aunque vivió 33 años en París, era por supuesto Argentina. Uno de los personajes de la primera parte dice, sin que entendamos lo que dice, tal vez sin que lo entienda él mismo, que París es una enorme metáfora. Mi idea, como ya esbocé antes, es que Rayuela es, en sí, una metáfora de la vida. Y opino así, aunque tal vez sin llegar a entenderlo tampoco, porque la novela comienza como la vida: en mitad de todo, o tal vez en medio de ninguna parte, la acción está ya iniciada sin saber de dónde viene o a dónde va, los personajes aparecen sin anunciarse ni ser presentados, todo parece tener un cierto sentido que desconocemos..., o preferimos pensar que lo tiene mientras nos afanamos en buscarlo, sin saber si descubrimos o inventamos. Y se incorpora uno a la historia como a la vida, con todos los argumentos ya empezados. Rayuela como metáfora de la vida o, tal vez, de la realidad, que se va construyendo según es contada y re-contada. Y en ella, un hombre, Horacio Oliveira, argentino en París, pareciendo buscar a una mujer que, de momento, sólo responde al nombre de la Maga. Y la voz de Horacio nos habla desde un tiempo futuro. Busca a la Maga como la buscó en el pasado, pero sabiendo que esta vez no la encontrará, temiendo que nunca volverá a encontrarla. Los primeros capítulos sobre todo y tal vez toda la primera parte están escritos desde un tiempo posterior, desde algún momento (tal vez ya del lado de acá), comentando sucesos pasados, hechos muertos, narrando una de las posibles historias que da cuenta de lo que fue. Y Horacio nos retrotrae a tiempos previos, al inicio de su relación con la Maga que, aunque se llamase Lucía, sólo era en realidad la Maga. Nos cuenta cómo se citaban en un barrio a alguna hora, pero sin concretar un sitio... cómo se buscaban, bajo el temor de no encontrarse, bajo la amenaza de sí hacerlo. Y la sombra del destino planea sobre las palabras de Horacio, de un destino ya escrito, de un tiempo futuro desde el que se recuerda el pasado y de un tiempo pasado en el que ya parece vislumbrarse el futuro. Como dice el mismo Horacio Oliveira: “Y mirá que apenas nos conocíamos y ya la vida urdía lo necesario para desencontrarnos minuciosamente”. Esta forma de ver y contar la temporalidad en Rayuela me trae recuerdos de otra obra muy posterior. A mediados de los años 80 el guionista de comics británico Alan Moore publica la que posiblemente sea su obra magna y sin duda uno de los hitos del comic de superhéroes y del llamado noveno arte en general: Watchmen. Uno de los detalles geniales de esta historia es un personaje instalado, o tal vez atrapado, en una vivencia de la temporalidad que podríamos llamar, si es posible ponerle un nombre, de presente continuo. Vive a la vez todos los momentos de su vida de forma simultánea, está aún en su pasado viviendo todo lo que ya ocurrió, mientras que a la vez está ya en su futuro viviendo todo lo que ha de ocurrir. Sólo su presente se le escapa en cierta manera, no puede prestarle su plena atención como hacemos los demás, porque vive a la vez en todos sus tiempos y, lo que es más importante, su presente porta una marca siniestra, la de no poder ser generador de futuro porque el futuro ya está ocurriendo. Algo parecido ocurre en Rayuela, al menos del lado de allá: la historia que nos cuenta Horacio Oliveira, entre otros, parece avanzar en varios tiempos a la vez y no tardamos mucho en descubrir que el amor inicial entre Horacio y la Maga ya está condenado desde el mismo momento de nacer o tal vez desde antes, como lo está la misma vida, y vuelta a la metáfora.
            Van apareciendo otros personajes, algunos apenas apuntados. Amigos o tal vez sólo compañeros en un tiempo y un espacio dados, interesados en la literatura, la música, la pintura, la vida bohemia, el alcohol y algunas otras cosas, tomadas todas ellas en diferente proporción según cada uno y según cada encuentro de todos. Forman un grupo pintoresco que probablemente no sea un grupo en absoluto, aunque se hacen llamar, con cierta burla y escasa pompa, sin que sepamos si con sentido, “El Club de la Serpiente”. Son sin duda fruto de un siglo extraño, germinado en una ciudad mágica. Se reúnen como amigos, para hablar de arte, de filosofía, de literatura, palabras y más palabras escuchando música, bebiendo alcohol... Aparentando que intentan impresionarse unos a otros con sus aguzados ingenios, en realidad sólo buscan convencerse a sí mismos de su inteligencia y brillantez, para que ese convencimiento logre sostener un poco más sus ínfulas de superioridad hacia un mundo, una cultura y una sociedad de quienes se saben hijos pero a los que desprecian. Ínfulas de superioridad que necesitan para no caer, para sobrevivir, para poder leer a Sartre cuando dice: “el hombre es un fracaso, un dios imposible, una pasión inútil”, sin tener que preocuparse de las consecuencias de la frase, sin tener que ocuparse de la conducta a que dichas consecuencias abocan. La Maga es, tal vez como todos, como todos ellos y todos nosotros, una figura extraña. En esas distinguidas reuniones de filósofos borrachos, músicos fracasados y eruditos sin oficio, ella parece ser la única que, según nos cuenta Oliveira, es capaz de acercarse a la esencia de las cosas sin ni siquiera saber que lo hace (acaso no haya otra forma), la única que parece en contacto con la esencia de la vida, la única que vive la vida en lugar de pensarla. Mientras tanto, Oliveira, como él mismo sabe, y sufre, es incapaz de llegar, limitándose a intentar complacerse en mil vericuetos intelectuales para mantener a flote un narcisismo que ya apenas le defiende del vacío... O de la náusea, como diría el ilustre francés. En ese libro de Sartre, un hombre se enfrenta al vacío y al sinsentido de la existencia, conoce el absurdo y reacciona ante él con inevitable pavor. Rayuela no es una obra menos existencialista que La náusea, pero Oliveira se enfrenta al absurdo de la existencia (de su propia existencia, los demás absurdos son sólo figuras retóricas) sin miedo ni alegría, con un cierto hastío preñado de cinismo. Ortega dijo que el esfuerzo inútil conduce a la melancolía, y Oliveira ya no quiere esforzarse, aunque no sabemos si lo hizo alguna vez. No quiere ser un melancólico y huye hacia la nada por el camino del cinismo... Pero, ¿qué es un cínico salvo un melancólico en movimiento? Incluso aunque ese movimiento, esa huída, como temía Saint-Exupery, nunca haya llevado a nadie a ningún sitio. “Sólo viviendo absurdamente se podría romper alguna vez este absurdo infinito” se repite Oliveira, aunque parece que ni él mismo sabe para qué esa rotura, o qué después. En palabras de Shakespeare, difícilmente superables, y que posiblemente hubiera firmado el mismo Horacio, aunque no sin algún comentario adicional o nota al pie, “la vida es el relato de un idiota, todo ruido y furia, que nada significa”. Y Oliveira también estaría de acuerdo en afirmar que, al fin y al cabo, todo esto no son más que palabras y palabras... Palabras que sólo aparentemente quieren desentrañar el misterio y llegar a la esencia, ver más allá, superar el absurdo, conocer la vida. Sólo aparentemente porque muchas veces las palabras son en realidad sólo un refugio para asegurarse de que uno no va más allá, una trampa para quedarse de este lado de la ventana, una pátina de lenguaje colocada encima del mundo, un nombre colocado encima de cada cosa, para domarla, para que deje de dar miedo, para contener lo siniestro del lado de lo Real (con mayúscula, al estilo de otro francés oscuro). 
            Y Oliveira sigue atrapado en un destino del que realmente él es el único autor. Se aleja de La Maga sin saber muy bien por qué, sin querer marcharse pero sin querer evitarlo... Tal vez sólo para, al perderla, sentir que no quería perderla...  Tal vez sólo para sentir. Horacio sabe que está cayendo pero, en la caída, siente el aire en la cara y desearía cerrar los ojos y soñar que vuela... pero no puede. El absurdo se apodera de él y de la novela... los pensamientos divagan, los actos fluyen... Un paseo surrealista bajo la lluvia acompañando a una vieja artista a casa... Asociaciones de ideas, listas de palabras escritas con “h” inicial que no les corresponde, siempre muda, tal vez callando algo, tal vez el mensaje que Oliveira busca o que teme encontrar... Una reunión dadaísta de los miembros del Club en casa de la Maga, que ya no es la de Oliveira... con la presencia de la muerte extendiéndose de forma angustiosa a través de páginas que parecen, que se hacen, infinitas, con el bebé de la Maga quieto para siempre en su cuna mientras palabras y palabras que, esta vez, ya no distraen a nadie, ocupan la escena... Y lo siniestro acechante, inevitable, terrible... Hasta que el destino sobradamente señalado se ha de cumplir y se cumple. Y se apaga la Ciudad de la Luz. La Maga desaparece y sólo entonces Oliveira, que no quiere volver a verla, no puede evitar volver a verla, en cada mujer que se aleja y en cada mujer que se acerca... Y llega la soledad, pero la de verdad, la no buscada... los amigos le abandonan de la forma que tienen los amigos para abandonar: demostrándote que en realidad nunca estuvieron ahí, lo que te destroza el presente y el pasado a la vez... Cambio en la narración de la propia vida y cambio en la seguridad que se le suponía al mundo, en el que la tierra ya no parece firme bajo los pies... Es divertido cuestionarse la existencia de la realidad fumando un cigarrillo con un camarada, pero es peligroso hacerlo solo... Oliveira vaga por sus últimas horas en París, habiendo abandonado a la Maga, habiendo sido abandonado por todos, con una mendiga borracha, casi delirando en busca, siempre en busca, de paraísos perdidos, quién sabe dónde, quién sabe cuándo... Y en ese paseo sin rumbo ni guía por el Sena, del brazo de la clocharde, borracho, hundido y profundamente solo, parecen oírse los últimos ecos de una canción que Joaquín Sabina había de escribir cuarenta años después, tal vez sin pensar en absoluto en Horacio Oliveira, o tal vez sin dejar de pensar en la presencia de Horacio Oliveira en cada hombre: “Bajo los puentes del Sena / de los que pierden el norte / se duerme sin pasaporte / y está mal visto llorar...”.
            Y Oliveira vuelve a la Argentina. Aparece un viejo amigo, Traveler, tan semejante y tan distinto a él. Aparece su mujer, Talita, tan distinta y tan semejante a la Maga. El triángulo está formado y de él no forma parte la mujer que acompaña a Oliveira, antigua amante que nada significa en la historia, que nada le aporta a él excepto, probablemente, hacerle más presente la falta de la Maga, hurgar en la herida que no cierra, una cierta suerte de autocastigo, que no expiación, por haberse permitido perder a la Maga, por haber querido perder a la Maga. Las conversaciones de Oliveira, Traveler y Talita siguen queriendo burlarse de un mundo que las ignora, pero no dejan de conseguirlo en cierta manera y esa ignorancia no les preocupa. Pero los conversadores siguen sintiéndose cerca de algo que saben nunca alcanzarán. Horacio, especialmente, desearía ser ajeno a un mundo que desprecia. Pero no lo consigue. No es el extranjero que descubrió Camus, indiferente a cuanto le rodeaba, sin tener ni buscar sentido en su vida ni en su muerte. No es un forastero en tierra extraña como soñó Heinlein, poseedor de otra cultura, otra naturaleza, otro poder... poseedor de un sentido propio, sin miedo ni necesidad de ocultar su miedo, sin necesidad de búsqueda. Horacio no es ellos, no puede ser ellos, aunque le gustaría. Desde algún lado había dejado dicho: “Ya para entonces me había dado cuenta de que buscar era mi signo, emblema de los que salen de noche sin propósito fijo, razón de los matadores de brújulas”. Búsqueda de sentido, tal vez de existencia... Búsqueda que se sabe ya inútil. Como afirmó Francis Ponge: “No se puede salir del árbol por los medios del árbol”. Quizás no pueda encontrarse una finalidad para la vida desde la vida. Quizás habrá que buscar otros medios.
            Y la irrealidad, o lo Real como diría otra vez Lacan, asoma de nuevo... Otra escena terrible y absurda, con la muerte adivinándose de fondo, como destino, sin necesidad, justificación ni sentido (¿acaso puede llegar la muerte de alguna otra manera?). Oliveira inicia un juego loco, poniendo un tablón entre su ventana y la de sus amigos y pidiendo a Talita que le acerque mate... La acción avanza lenta y sosegada, pero pendiente abajo... La vida de Talita, con un hombre esperándola en cada ventana, en juego. La muerte de Talita, balanceándose sobre un abismo tan real como metafórico, en juego. Y en este juego no hay victoria posible, con el calor sintiéndose de forma opresiva a través de las páginas abiertas del libro... Y Oliveira que no quiere a Talita, pero que alucina a la Maga en ella, sabiendo que alucina... Y Traveler que teme perder a Talita, perder a Horacio o perderse él... Y Talita, en medio de dos hombres a los que sabe dos gigantes, con pies de barro, sin saber qué querer... Pero la escena termina con un suspiro de alivio escapando de mis labios, con Talita volviendo a salvo con Traveler, con Horacio solo... La muerte pospone sus encuentros.
            Nuestros tres personajes, atrapados en un triángulo que no desean pero del que no pueden escapar, trabajan primero en un circo, luego en un manicomio. El simbolismo se nos hace casi salvaje de tan obvio. La novela, del lado de acá, se desliza desde una relativa atmósfera de humor amargo, de payasos tristes, de comedia con aires de melodrama, hacia otra dominada, de nuevo, por lo siniestro, por locos patéticos, en el sentido más digno de ambas palabras, por la tragedia que se cierne, pareciendo a la vez absurda e inevitable. Se sale del circo para entrar en el manicomio, de la misma forma que se sale de la infancia para ser adulto, de la misma forma que terminan el juego y la risa y hay que empezar a ser responsable de las propias elecciones (otra vez la elección y la duda) y de sus consecuencias, de la misma forma que la rutina, el tedio y el hastío te comen la vida, si te resignas a no escapar... Pero Oliveira no se resigna. Como cantó Andrés Calamaro, compatriota de Cortázar: “La vida es una cárcel con las puertas abiertas...”. De repente y sin aviso previo, Oliveira parece cansarse de jugar en el borde de las cosas y se decide a dar el paso... La locura que lo rodea en el manicomio, en el mundo, lo invade, se encierra en un cuarto, se parapeta como un niño, se asoma a la ventana, se plantea, tras el paso, el salto... Buscar, siempre buscar, otros medios para salir del árbol, para llegar al fin, tal vez para dejar de buscar... Abajo, un tablero de rayuela pintado en el suelo, después de recorrer en la sombra toda la obra. Junto a él, los pacientes y el personal, los locos y los cuerdos, vestidos de forma diferente para crear la ilusión de que hay una frontera que limita la locura... una muestra, en fin, del mundo. Y Horacio que tras cruzar aquélla, quiere salirse de éste. Destacando entre ese improvisado público, Talita y Traveler, viendo en primera línea a Oliveira escoger (siempre escoger) entre la vida y la muerte. Sartre afirmó que la angustia era saber que estás al borde de un abismo y que nada te impide saltar si lo deseas. Oliveira está al borde pero, al asomarse, la angustia ha quedado ya atrás. También nos dejó dicho el francés que el peligro de subir a un sitio alto no era caerse sino tirarse, pero Oliveira ya no teme peligros, ya no tiene miedos, sólo asume su condena a la libertad... Pareciera que se ha cansado de ser un hombre atrapado en un mundo del que no consigue ser ajeno. Pareciera que se ha cansado de buscarse en cosas y casos de los que se sabe ausente. Nietzsche, por su parte, escribió que si se mira al abismo, el abismo devuelve la mirada, pero cuando Oliveira mira abajo, las miradas que encuentra son las de sus amigos, temiendo por él, sufriendo por él... Y le intentan convencer para que regrese de la locura, para que emprenda el viaje más difícil, para que no ceda a la atracción del vacío, para que se quede con ellos. Intentan sostenerlo, en el momento más difícil. Y el final se puede considerar ambiguo, aunque tal vez no pueda considerarse un final. Todo termina como empezó, bruscamente, dejando mil interrogantes en el aire. Como termina la vida, sin cerrar la mayoría de sus argumentos. Pero cada uno, cada lector, tal vez cada personaje, debe elegir (de nuevo, y otra vez, la elección) interpretar qué ha ocurrido, quedarse con un mensaje. El mío es que finalmente Oliveira no se tiró, salió de la habitación, se recuperó y siguió con su vida probablemente sin cambiar mucho, tal vez sin cambiar nada. Y no se tiró porque no estaba solo, porque en el momento de mirar al vacío, hubo personas que le apoyaron, que le sujetaron, que le trajeron de vuelta. Al terminar París, del lado de allá, los amigos le abandonan, se va solo... En Argentina, del lado de acá, los amigos están ahí, incluso en el momento definitivo. Creo que esto marca la diferencia, creo que el encuentro con el semejante, el comprobar que la soledad no es absoluta, puede llegar a salvar a una persona de la rendición definitiva. Aquí entra en juego la psicoterapia, con su papel de encuentro humano entre dos personas que, aunque no se produzca en una situación de igualdad entre ellos, no por eso deja de tener ese papel de encuentro. La relación que se establece es una cuerda entre seres distintos, una cuerda capaz, si es fuerte, de sostener y de recoger, tal vez de salvar a alguien del abismo, tal vez no. Y con la psicoterapia, la narración. El hecho de que uno puede llegar a darse cuenta de que no está solo, puede aprender a ver que hay fuera algún otro, algún tú, para el que uno significa una diferencia, a mejor, en el mundo. Y saber narrarse la propia historia incorporando a estos otros puede también significar una diferencia para uno mismo.
            Y sin duda nada tendrá que ver Rayuela con lo escrito cuando sea otro quien encamine sus pasos sobre ella... Y sin duda nada tendrá que ver Rayuela con lo escrito si yo reencamino mis pasos sobre ella... Hombres distintos leen historias distintas en la misma historia, pero el mismo hombre lee historias distintas en la misma historia en tiempos distintos... Las narraciones son modificadas, la realidad se construye y reconstruye, el pasado, afortunadamente, siempre puede cambiar... para bien o para mal. Confiemos, al menos, en tener algún otro con quien contar, a quien contar en nuestra historia y que nos cuente en la suya.

Bibliografía:
- “Rayuela”. Julio Cortázar. Editorial Alfaguara. 2003.
- “La náusea”. Jean-Paul Sartre. Alianza Editorial. 1990.
- “El extranjero”. Albert Camus. Círculo de Lectores. 2001.
- “Forastero en tierra extraña”. Robert A. Heinlein. Plaza & Janés. 1997.
- “Watchmen”. Alan Moore y Dave Gibbons. Norma Editorial. 2001.
- “El saber delirante”. Fernando Colina. Editorial Síntesis. 2001.
- “Media verónica” en “Alta suciedad”. Andrés Calamaro. 1997.
- “Cuando me hablan del destino” en “Dímelo en la calle”. Joaquín Sabina. 2002.
- “Fauna y flora”. Francis Ponge. 1942.


4 comentarios:

  1. Jodeeerrrrr!!!!! Sin palabras... Por hacer un pequeño aporte, sólo aconsejaros Los detectives salvajes del chileno Roberto Bolaño. Para mí, la única novela que supera a Rayuela. Un abrazo!!

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  2. Me alegro de que os haya gustado. Leí Los detectives salvajes, pero no me gustó demasiado y, además, no sabría muy bien decir por qué... Sí me parecieron geniales algunos capítulos tomados aisladamente (sobre todo el del hombre de la lotería en Barcelona y su pregunta por si todavía estuviera enfermo y delirando en el barco... o el de la sima que se tragó al niño...).

    Un abrazo.

    P.D. no se nos ha olvidado la idea de que vengáis por aquí a dar la charla, pero todavía no nos lo han confirmado. Si nos falla nuestra primera idea, buscaremos otra para poder organizarlo.

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  3. Supongo que si no te gustó demasiado Los detectives salvajes es porque en el fondo es un libro sobre escritores (esa extraña raza que linda perpetuamente en la frontera de la locura, pero nunca -o casi nunca- la acaba de atravesar más allá de donde la obra les lleve). Como escritor que soy me encantó porque además de tener una estructura narrativa posiblemente superior a la grandisima Rayuela, narra emociones, sentimientos, situaciones, en las que todo escritor novel (en el fondo lo es cada lector) se puede ver identificado. Por otro lado, decir que en el trasfondo de esa novela lo que se distingue no es una teoría de vida, sino que ésta (si es que está) siempre está sujeta a una teoría literaria donde lo importante no es lo que se vive sino lo que se dice. De este asesinato del individuo que se perpetra con el asesinato de la propia palabra (en los inquietantes versos finales) veo el perpetuo homicidio de tanta ilusión, tanta esperanza, tantos sueños juveniles, que pasados los años de la "bohemia" quedan en nada, y a veces en menos. Es por eso que se justifica la investigacion, porque más allá de una ruptura y de sus causas, lo verdaderamente importante son las consecuencias.

    Psta: Pido perdon por la extensión del comentario (no puedo evitar ser fan de Bolaño y de su narrativa ácidamente desenfadada).

    psta2: Que no falten las ideas, tengo muchas ganas de conoceros :-)

    Abrazossss!!!

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  4. excelente ensayo!!elmejor que he leído sobre Rayuela!muchas gracias!

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